II
Fui
descubriendo en lo que alcanzaba a vislumbrar que la vida de las mujeres
discurría entre los trajines del hogar, las maternidades, las relaciones
familiares, el acatamiento o el escaqueo de la autoridad del varón y, a veces,
el trabajo fuera de la casa que contribuía a redondear los ingresos de la
unidad de producción que podía ser la familia.
En los
cuentos y en las películas salía otra versión que nunca creí que tuviera nada
que ver con la realidad . Algunas parejas que paseaban calle arriba, calle
abajo, los días de fiesta con aire de no tener nada que hacer más que estar
guapos, era lo más envidiable puestos a ser sentimentales.
Como consecuencia de unas obras que se emprendieron en
la carretera nacional a Santander y que
tenían el cuartel general enfrente de mi casa, empezó a entrar en la tienda una
especie de chico de los recados de cara cetrina y plana y con un ojo a la
virulé. Resoluto y expeditivo, un color se me iba y otro se me venía cuando,
cada nada, aparecía a por un sobre, un block o un papel de calco. No tuve la
menor impresión de ser correspondida y el percance terminó con alivio al
comenzar el nuevo curso. Fue un amor sufridor y culpable, pues para entonces
había empezado a desarrollar una especie de mala conciencia desde el mismo
día en que mi abuela me sacó a
empellones de la habitación de un mocetón que les ayudaba con las faenas del
campo y a la que había llegado mientras departíamos amigablemente, allá por mis
7 u 8 años.
La de mis abuelos
y tíos era mi segunda casa y era un ir y venir. Un poco cuesta arriba para
llegar, era una de las caserías del disperso poblamiento rural y por allí también llegaron los efectos de las
obras a través de un antiguo local de baile que se habilitó para dar albergue a
los trabajadores venidos del Sur que con su esfuerzo directo iban dando arreglo
a la bendita travesía en los muy primeros años 60. Mataban algún hambre echando
alquitrán y grava y le gritaban cosas a una mozalbeta que pasaba a llevar las
cantimploras que el lechero devolvería puntual a la mañana siguiente con la
leche para el desayuno.
Desde el
jefe de todo al último empleado, aquel personal llevaba en Vana el apelativo “de la carretera”. Fue todo un acontecimiento para aquella pequeña villa rural donde
nunca pasaba nada, después de LO QUE PASÓ que entonces desconocía en parte y tuvo más de una consecuencia romántica al
producirse unos cuantos felices matrimonios con chicas casaderas del lugar.
En cuanto a
mí, aquel episodio de amor a través del mostrador tuvo un eco más alegre y sin
pizca de remordimiento cuando lo viví junto
a una familia del Sur que me acogió tras el fallecimiento de mi madre. Esta vez
fue con una barra por el medio y el jovencillo de cara angelical que se
enteró bien de la coladura, debió tomarlo como cosa más bien excéntrica habida
cuenta de los 25 o 30 años que le llevaba.
Mitad
destino y 50% de libertad me llevaron a una tierra seca y a un cielo seco que
experimenté como un renacimiento después del primero entre campos y caminos
encharcados, lluvias interminables, tejados y ventanas chorreantes, frías y
húmedas sábanas nocturnas, mojadas en la madrugada, tantos años.
Algo a destacar de aquellos seis años, sus dos reválidas y todo tipo de profesores fueron las Matemáticas de
3º curso para las que no utilizamos libro, teniendo un suave aterrizaje en los entresijos del Algebra al seleccionar
cuidadosamente el profesor los conceptos básicos que nos dictaba en apuntes.
Hicimos ecuaciones y problemas con ecuaciones pero nos ahorramos definiciones,
clasificaciones y tanto relleno que a bastantes niños enreda y confunde. Al año siguiente,
cuarto, vino la Olay, epígrafe por epígrafe y no entendía nada.
En aquel Bachiller tuve oportunidad
de enseñar Historia del Arte, como práctica del CAP, a un grupo de alumnas de
sexto. Es uno de los mejores recuerdos. Después vinieron algunos sobresaltos.




